Ya he regresado a mi agitada vida en Estambul. Llegué el domingo a eso de las dos de la mañana. Bajé del autocar y un contaminado oxígeno inundó rápidamente mis pulmones, se trataba de la peculiar forma en la que Taksim me daba la bienvenida.
Mi memoria no alcanza a recordar tal contaminación de la primera vez que llegué, tal vez porque estaba tan exaltada con la nueva ciudad, plagada de tantos elementos nuevos, diferentes a los que había visto antes, que no paré a recapacitar. Algo que me extraña, puesto que la polución puede conmigo, pero esa vez pasó impasible.
Continué andando, y de nuevo estaba en Istiklal. He echado de menos esta calle en lo que he estado fuera. Extenuante para sus viandantes, inmortal para sí misma.
El piso me esperaba con una cargada atmósfera, tan cargada que me resultaba complicado respirar. Me tumbé en la cama decidida a descansar, pero un concierto en la finca de enfrente me estuvo turbando durante más de dos horas. Tiempo en el que pude reflexionar sobre mi concluso viaje a Çesme.
En Çesme he vivido durante cuatro días en un pequeño paraíso. Lleno de preciosas playas interminables. De clara arena y transparente agua. En las que podías bucear rodeada de peces. Y bañándome miraba a las arboladas islas turcas y a las cercanas griegas. Lugar para respirar, lugar para descansar.
Çesme me ha recordado a la vida en los pequeños pueblos mediterráneos. Blancos, con pequeñas casas, en los que sus pobladores viven de la agricultura, de la pesca, del comercio tradicional. De ese tipo de cosas de las que nos hemos olvidado en las urbes.
Me ha encantado pasear por sus estrechas calles y que pasaran a mi lado, sigilosos, perros y gatos. Moradores de estas bellas aldeas. Y que en el silencio de la noche, roto en algunas ocasiones por carcajadas de hombres… hombres que juegan y hablan a la puerta de sus casas mientras beben Raki o Efes,y que yo pudiera pensar de nuevo de lo agraciada que soy por vivir.
Y a la mañana siguiente levantarme, salir al balcón y ver a la mujer de la casa de enfrente sacudir energéticamente una alfombra. Gruesa, de colores oscuros, granates, llena de mosaicos persas. Luego pasaron corriendo unas niñas vestidas con el uniforme de clase,tras ellas, los chicos corriendo detrás de ellas.
Y nosotros, Erasmus, con pocas ganas de madrugar pero con muchas ganas de hacer y ver todo lo que estaba a nuestro alrededor.