Así considero que es la vida, no es blanca, no es negra, por lo general nada tiende a la verdad absoluta ni la mentira sin razón. El mundo no se divide en dos, en bueno y malo, en vivo o muerto, hay una gran variedad tonal entre los extremos.
Recapacitar sobre esto es lo que me provocó mi viaje por Bulgaria, tierra en la que sus moradores no quieren habitar, pero a la que otros llegan buscando algo mejor. Tierra de montañas y mar, de tierra y agua. De fortalezas pasadas, de monasterios perdidos en medio de bosques de hojas perennes y caducas que se han adaptado al medio. Con inmensos parajes verdes, con girasoles y rosas. De un frío indiscutible, bella.
De coches antiguos y calles en las que aún quedan vestigios comunistas. Su arquitectura: a caballo entre la influencia dejada por la URSS y Turquía. Con iglesias ortodoxas y mezquitas. Edificios y monumentos del imperio búlgaro y de la dominación otomana.
Con historia, Sofía es una de las ciudades más antiguas de Europa y pasear por Veliko Tarnovo te lleva de vuelta a la edad media. Plovdiv es renacentista, sus casas constituyen postales por si solas, pero sus empedradas vías y su muralla también te devuelven a la edad media. Y Burgas, Burgas para mi significa Mar Negro, pequeña y preciosa.